ANÁLISIS: ‘LA MAISON EN PETITES CUBES’

Por Gonzalo Aupi (@GonAupi)

Como cinéfilo jamás dejaré de creer que el auténtico cine es aquel en el que el contenido es capaz de romper hasta tus más férreos esquemas sin importar el envoltorio que lleve el mismo o, el género en el que la cultura del séptimo arte lo encasille por subconsciente o inercia colectiva o el continente que lo rodee. Y (si, es una muletilla habitual en mi persona), desde mi humilde punto de vista, esto es algo que ocurre con el cine de animación y que se rige total y absolutamente por el arquetipo mencionado líneas arriba. Dentro de este particular e imaginativo género podemos encontrar desde el más simple de los guiones con el objetivo de entretener a los que todavía están dando sus primeros pasos a algunas de las películas más grandes del último siglo. Si bien Pixar tiene gran e innegable parte de culpa en esta preciosa afirmación, creo injusto que se olvide a ese genio que lideró un estudio llamado Ghibli y del que salieron algunas de las más bellas historias de los últimos años. La animación posee un ente mágico que nunca podrá alcanzar el cine de carne y hueso. Llana y simplemente es una vía abierta de carriles infinitos en el que dejar recorrer, sin límite de velocidad, con un ladrillo en el acelerador y los cables de freno cortados a nuestros más profundos sueños e imaginaciones. Es quizá una de las maneras más bellas que existe de poder contar una historia e irradiarla de vida, creando unos personajes nacidos del movimiento de un lápiz en un lienzo en blanco llamado papel y en el que el corazón del creador le otorga el movimiento que le puede hacer dirigirse sin prisa y también sin pausa a lo más profundo de nosotros. Es inevitable no empaparse de una historia que se nos presenta queriendo hacernos partícipes de ella desde el primer fotograma, historias en las que podemos sentir una vorágine de sentimientos que nos invaden como el olor que dejan las tormentas tras su paso, como la caricia del mar en un paseo al atardecer cuando nos roza los pies sin previo aviso o como el roce de una mirada que nos toca sin darnos cuenta. Evidentemente para que esto ocurra debe cumplirse llana y simplemente una única cosa: que lo que nuestros ojos procesen esté escrito con el alma. Y con nada más.

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‘La maison en petites cubes’ nos relata la preciosa historia de un hombre que espera en el ocaso de su vida el único y último paso que todos viviremos alguna vez. Y mientras espera pacientemente la espera de la muerte como quién espera a un amigo después de muchos años, dedica sus días a añadir plantas a una casa que el mar engulle con un hambre atroz demostrando ególatra e incesantemente que la fuerza de la naturaleza se escapa a nuestro control y que el único remedio que existe para ello es, llana y simplemente, aceptarlo y convivir con una realidad innegable, convirtiéndonos en compañeros de un viaje que si bien nunca sabremos cuándo acabará sí que podemos decidir cómo realizarlo y de qué forma vivirlo. Tras 12 deliciosos minutos en los que nuestro querido amigo se mueve entre fotogramas que parecen nadar en un mar de óleos perdidos en tiempos olvidados, descubre que, debajo de él, habitan los mejores recuerdos de su vida. Esos que no solo nos hacen ser quienes somos, si no la razón por la que hemos existido, el motivo por el que hemos decidido continuar viajando aún sin saber lo incierto de la próxima parada y sonreír de forma totalmente inconsciente e instintiva al dejarnos invadir por la nostalgia de los tiempos pasados que se proyectan ante nosotros como fotografías a color en un lugar habitado por el blanco y negro. Y quizá hay reside no solo la grandeza de este pequeño cuento, si no el alma del mismo y el contenido de ese mensaje que todos los creadores de sueños en movimiento deciden hacer llegar a quienes decidimos dejarnos llevar al verlos. A veces solo se necesitan 12 minutos para hacernos recordar los grandes momentos que hemos vivido. Y aunque haya días que necesitaríamos que nos los proyectasen en un cine a pantalla completa con el objetivo de ver la luz al final del túnel, nuestro querido amigo sonríe teniendo a la muerte delante no por haber vivido, si no por no haber olvidado que lo que le hace ser quién es en los últimos días de su vida es esa serie de momentos eternos por los que ha merecido la pena todo lo demás.

Muchas veces podemos creer que el cine intenta darnos lecciones de vida pero creo que es al contrario. El cine no intenta ser maestro de nada ni de nadie. Simplemente la herramienta para mostrar lo más profundo de nosotros. Sin miedo a que nadie pueda juzgarnos. Y por desgracia, en estos tiempos que corren, ese es uno de los grandes miedos. Quizá deberíamos atrevernos a bucear en el pasado de nuestras vidas no para entender el porqué de lo que hemos vivido, si no para conocernos mejor y afrontar el resto del camino siendo nosotros mismos. Si hemos vivido grandes recuerdos, ¿Por qué no podemos vivir mil más?


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