El ladrón de bicicletas: Neorrealismo italiano.

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Por: Carlos Fernández.

“No me gusta ir al cine. Me aburre” afirma Antonio (Lamberto Maggiorani) en una escena de esta película dirigida por Vittorio de Sica en 1948 ¿Qué quería decir? Probablemente algo que su director, y el movimiento que representa, pensaban sobre el cine colosal italiano que se llevaba realizando desde unos años atrás en los estudios Cinecitta, o las producciones americanas exportadas al mundo: La carencia de realidad y humanidad y, por tanto, de interés.

El ladrón de Bicicletas es la segunda película más importante del neorrealismo italiano tras Roma, ciudad abierta de Roberto Rossellini (1945), y utiliza un lenguaje distinto a la ficción evasiva que llevaba el cine italiano evocando la gloria del imperio romano en sus muchas producciones. Un lenguaje cargado de sentimiento y, sobre todo, realidad (como indica el nombre del movimiento al que pertenece). No ha sido la primera vez que veía la película ni mucho menos las dos posteriores de Sica (Umberto. D y Miracolo a Milano) en lo referente a la Italia desnutrida por su paso y participación en la segunda guerra mundial ¿Qué era Italia en aquel entonces? Un país en ruinas, humillado, hambriento, ignorante, pobre… Los días de gloria del imperio romano (que se realizaban en los Cinecitta) o en los que Italia brillaba bajo estandartes fascistas bajo el mandato del Duce, quedaban muy lejos para una época que era de todo menos brillante.

En medio de todo aquel caos aparece Antonio, un obrero que necesita desesperadamente un trabajo para alimentar a su mujer y a su hijo Bruno aunque, por desgracia, es uno de tantos. En las calles de Roma, las gentes humildes van y vienen agobiadas, sucias y desesperadas. En medio de “la catástrofe” ocurre un milagro: Antonio logra un trabajo colgando carteles por la ciudad, trabajo para el que requiere una bicicleta que no posee. Ante tamaña “suerte”, Antonio y su mujer venden seis pares de ropa de cama para comprar una bicicleta con la que lograr efectuar el empleo de los carteles. Todo parece ir sobre ruedas hasta que éstas desaparecen…

A Antonio le roban la bicicleta y es entonces cuando inicia una especie de odisea homérica en la que tratará de recuperarla por todos los medios sea cual sea el obstáculo. Una cosa es clara, sin la bicicleta no hay comida, dinero ni futuro. En una Roma donde la gente se ahoga, paga a videntes para predecir el futuro o que les den respuestas (ante el silencio que reciben a cambio de sus desesperadas oraciones), donde los valores más elementales desaparecen ante el hambre y el riesgo de muerte para la familia, de Sica coloca a sus personajes principales (Antonio y su hijo Bruno) en vilo, esperando una fortuna que nunca llegará.

Como se puede ver, la tragedia y el drama están presentes en esta película tan austeramente rodada en exteriores (prácticamente entera) y sin ninguna estrella conocida en el reparto. Se observa la cotidianidad así como las idas y venidas de los romanos de un sitio a otro (cada uno en su mar de problemas). Y es que esta película, como claramente se ve en la escena final, es una pesadilla tan real como la vida misma en aquella época. Antonio contempla centenares de bicicletas que no son suyas preguntándose ¿Por qué el mundo me niega la ayuda si estoy pidiendo socorro a pleno pulmón?

“Estamos martirizándonos cuando moriremos de todas formas” le dice Antonio a su hijo mientras lo invita a comer; eso y “Todo tiene solución menos la muerte”. Como si la tragedia fuera inevitable. Finalmente vuelve a casa, humillado y sin nada, y lo peor, va andando.


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